Un abordaje desde la autonomía

Acciones típicas como nombrar las partes del cuerpo, decirle a los niños y niñas que deben evitar estar con desconocidos, y cosas por el estilo; en realidad carecen de sentido si no se establece un vínculo afectivo y una fuerte conexión emocional. 

Además; si no se fomenta la autonomía, que es la capacidad de escucharse a uno mismo y confiar en la propia guía, estamos abriendo puertas para que sucedan en el cuerpo y la vida de los niños situaciones a las que con certeza no queremos exponerlos. 

La conexión emocional nos permite a los seres humanos (no solo a los niños); sentirnos confiados, seguros, convencidos de que pase lo que pase, mamá y papá -o las personas que más nos aman; nos van a entender, nos van a acompañar, y sobre todo, nos van a creer. 

Es lo que permitirá que haya un ambiente de confianza y libertad para expresar las emociones y sensaciones; para decir abiertamente lo que se piensa, lo que se siente, lo que se quiere o lo que no. 

Sin darnos cuenta, socavamos esta posibilidad cuando queremos imponer nuestras verdades y expectativas en nuestros niños; cuando en lugar de tenerlos en cuenta, observar sus intereses y acompañarlos en ellos; lo que hacemos es forzarlos para que obedezcan lo que a nosotros nos parece “mejor”. 

También se socava cuando no hay lugar a la comunicación y los niños deben aprender a guardar secretos o a mentir. Cuando un niño recibe castigos por todo y por nada; muchas veces ni siquiera comprende qué fue lo que hizo para recibir tal “corrección”. 

Todo esto por la falta de herramientas que tenemos como adultos para acompañar los procesos naturales que se dan en la infancia; y para ayudar a regular a nuestros niños con empatía, amor y respeto; y no a base de miedo, amenazas o intimidación. 

Allí hay un arduo camino para transitar como adultos; pues es necesario volver a ese niño/a que también fuimos; que quedó instalado en la forma de crianza que recibió; y que sencillamente, si no la cuestiona y sigue negando ciegamente los dolores padecidos; no habrá forma que deje de repetir con sus propios hijos-alumnos-pacientes, todo el vacío y desconexión que lleva adentro.

Por otra parte, la autonomía es una capacidad con que todos los seres humanos llegamos al mundo. Muy diferente de la independencia, esa la iremos conquistando con el tiempo, y en la medida en que recibamos la satisfacción a todas nuestras necesidades más auténticas. 

¿Cómo fomentamos entonces esa autonomía con la que ya llegamos a la vida? 

Es más simple de lo que parece; pero nuestra propia falta de autonomía adulta, nos lleva a imponerles a los niños y niñas nuestra propia voluntad. Evitando que se escuchen a sí mismos, que sean dueños de sus procesos, de sus tiempos, de sus deseos. 

Esto lo vemos desde el desarrollo de la motricidad, hasta procesos como la introducción de la alimentación complementaria, el control de esfínteres, la escolarización, etc. 

Somos nosotros, adultos; quienes pensamos que podemos controlar los ritmos de otro, pensamos que sabemos más sobre su propio cuerpo que él o ella misma. Con las consecuencias nefastas que eso trae consigo; no solo a nivel físico, si no a nivel emocional. 

¿Cuál es la ganancia entonces en decirle a un niño algo como los siguiente?: 

“No dejes que nadie toque tus partes íntimas”. 

Si nosotros mismos lo estamos forzando a hacer cosas con su cuerpo que no desea. 

¿Dónde está la coherencia en el mensaje que estamos trasmitiendo con nuestros actos?

Desde hacer un movimiento intencionado por un adulto para satisfacer sus propias expectativas e intentar “estimular” el desarrollo motriz; hasta forzar a un niño a que dé un beso o un abrazo a alguien que no desea, con la excusa de que eso hacer parte de la «buena educación». E incluso, actos tan cotidianos como manipular su cuerpo para bañarlo o vestirlo, y ni siquiera pedirle autorización para eso. 

No sirve de mucho entonces repetir frases y acciones vacías, si éstas no se acompañan de una profunda coherencia y comprensión, respecto a que ese ser humano al que estamos acompañando -no importa que tan pequeño/a sea; es realmente el único dueño su propio cuerpo y de su propia vida. 

Anabel Hernández Rivera
Psicóloga infantil